Por: Gabriela Negrón Valdés
Una virada de ojos. Una virada de ojos acompañada por un encogimiento de hombros es lo que provoca la palabra influencer en la mayoría de la juventud puertorriqueña, ya sea porque les aburre el contenido, incomoda la burbuja en la que viven o el hecho de que tengan tanto alcance. No obstante, las redes sociales cada vez son más monetizadas y su presencia cada vez más inminente. Seguiremos consumiendo estos influencers inconscientemente hasta encontrarnos en nuestras camas a la 1:00 a. m. preguntándonos cómo le habrá ido a Miley The Corgi en el veterinario ya que está sufriendo de parásitos.
Cuestionar la existencia de estas figuras digitales no tiene que ver con preguntarnos por qué les siguen pagando ni por qué siguen existiendo, pues se espera que el influencer marketing tenga un valor de $15 mil millones para el 2022. Más bien, es cuestionarnos por qué algunos de estos personajes se sienten como una cascarita de popcorn entre los dientes.
Definimos un influencer como un individuo que, a través de su alcance y contenido, es capaz de influir en la mentalidad, percepciones, deseos o acciones de un grupo de personas. Su propósito es ser personas confiables y que compartan opiniones genuinas. No obstante, ser genuino se convierte en tarea difícil cuando te conviertes en marca y olvidas ser persona primero.
Viene al caso Barbara «Barbie» Brignoni. Su podcast se convirtió en una mina “memética” la semana pasada, y pasó a ser eje de crítica sobre las implicaciones de ser influencer en la isla.
Luego de que se mofaran de su spanglish y su actitud privilegiada, comenzó a surgir un cuestionamiento sobre qué significaba ser influencer en Puerto Rico. La realidad es que, aunque provean contenido visualmente atractivo, en gran parte es vacío.
A tu audiencia no le importan tus selfies, ni tu comida, ni “Miley The Corgi” (bueno, tal vez el corgi un poco). En un tiempo en que los consumidores se vuelven más exigentes con el contenido que consumen, especialmente la generación Z, es necesario que los llamados influencers ofrezcan nuevos aspectos a su contenido. ¿Tu blog es de moda? Genial, hablemos de cómo la sobreproducción de ropa afecta el cambio climático. ¿Tu página es de comida? Perfecto, hablemos de la hambruna que pasan miles en el país. ¿Tu contenido es de lifestyle? Súper, hablemos de quienes viven a $7.25 la hora.
No estamos pidiendo que sean abogados de justicia social o que derrumben el patriarcado con un story (no es mala idea, pero eso es otra conversación). El asunto va a que no se trata de ser influencer, sino de cómo integrar tu plataforma para ser influyente.
Nadie le está quitando mérito de producir contenido, pues no es trabajo fácil, te lo digo yo que redacto esta columna para que al fin y al cabo me digas que no te gustó (o que te gustó mucho, mil gracias). El problema es que nos molesta la cascarita de popcorn entre los dientes, es escuchar estos personajes quejarse sin reconocer su privilegio, sin reconocer la falta de diversidad, y sin reconocer que se puede hacer más porque, aunque tu content pueda ser good, no es good enough.
Las expresiones vertidas en este escrito no necesariamente representan el sentir de Pulso Estudiantil.
Editora: Gabriela A. Carrasquillo Piñeiro