En agosto de 2018, me mudé a Río Piedras para estudiar en la Iupi. Rápidamente, me acostumbré al ruido; a calles sin iluminación, pero llenas de personas; al olor a cigarrillo en cualquier esquina; a toparme con personas sin hogar que piden ayuda; y a los más de diez “roommates” que tuve por más de un año.
Hace un año, me mudé del primer hospedaje en que viví a un apartamento privado, con cuatro amigos. La localización es tan céntrica que escucho lo que acontece tanto en la calle Madrid como en la calle Humacao, ambas en la urbanización Santa Rita. En los demás pisos de mi edificio también vivieron estudiantes que me acostumbraron a escuchar obras teatrales cuando ensayaban para su presentación al culminar el semestre.
Luego de que se estableció el toque de queda el 15 de marzo, la población estudiantil ha desaparecido. Al tomar los cursos de manera remota, no tienen razón para pagar renta y vivir cerca del Recinto.
Mis vecinos en gran medida eran estudiantes. Ahora, los pocos alumnos que quedamos en el área nos la pasamos en silencio. Tenemos otras responsabilidades. Trabajamos, estudiamos en línea y nos dedicamos a pasar el resto del tiempo en nuestros hogares debido a la cuarentena.
Ahora, en agosto de 2020, se respira silencio en Santa Rita. Las calles están repletas de edificios vacíos con rótulos que dicen “Se renta apartamento”. Nadie los alquila. Lo sé porque uno de mis “roommates” se mudó, y llevamos desde mayo buscando, sin éxito, a otra persona que ocupe ese cuarto.
Santa Rita se siente solitario. Hay menos personas caminando en las calles, menos estudiantes y menos vida en la zona. Ahora, me da más temor salir a pie para comprar leche, y utilizo mi auto frecuentemente.
Río Piedras sigue tan descuidado como siempre, pero, económicamente, está decayendo más rápido que antes de la cuarentena. La Greca y Mona Lisa, dos negocios reconocidos para la comunidad estudiantil riopedrense, cerraron. Sin duda, más negocios sufrirán el impacto de la pandemia.
Dentro de la situación, el campanario de la torre de la Universidad, junto a los supermercados y colmados aledaños brindan cierta normalidad.
Las campanas de la torre llevan casi seis meses sonando sin parar, aunque ya no hay tanta gente escuchándolas. Es una sensación extraña tomar clases frente a la computadora y ver la torre desde el balcón de mi apartamento al mismo tiempo. ¿Por qué no tomamos las clases allí?
Sé la respuesta, en mi cerebro, pero mi corazón todavía no comprende. La comunidad a la que he pertenecido por dos años ya está trastocada, afectada, separada.
El COVID-19 ha arrebatado vidas, sueños, estudios y la vida normal del mundo entero. Para los estudiantes, comunidad empobrecida y necesitada desde hace tiempo, la pandemia ha visibilizado aún más los problemas económicos, alimentarios y de vivienda a los que se enfrentan.