Para mis hermanos, quienes no se han graduado de escuela superior aún, el regreso a clases representa el comienzo de un nuevo grado académico más cercano al anhelado cuarto año. Para nosotres, universitaries pandémiques, es el inicio de un nuevo semestre con la esperanza de que este o el próximo sea el último; porque aunque sí, nos encanta la travesía a la que nos desplegamos una vez pisamos la Universidad, nuestras espaldas no aguantan cinco horas más sentados frente a una pantalla digital.
Hoy me alegra ver cómo tanto mis hermanos como compañeres comienzan a retomar la producción de conocimientos desde el salón de clases. No obstante, aunque me cueste un poco admitirlo, siento envidia. Envidia de la buena; pero envidia finalmente.
Y es que, mientras mis hermanos, mis amigues y mis compañeres llenan sus mochilas de libretas, carpetas, bolígrafos, libros y todo lo necesario para su regreso a una modalidad presencial, yo ni siquiera saqué la mía. Ahí está, guardada y cogiendo polvo; todo lo que necesito lo tengo al lado de mi cama, sobre mi escritorio. Hecho que tampoco representa un problema en sí, sino que es un efecto colateral de él.
El problema es ver el tiempo pasar, y sentirte estático. Entrar a tus clases, y ver un sinnúmero de burbujas con fotos que antes fueron estudiantes proactivos y participativos en sus cursos. Apagar tu computadora al terminar la semana y entender que, de no ser por el privilegio de contar con el equipo y los recursos necesarios para mantenerte conectade con tus profesores, hace ya dos años te hubieses visto en la obligación de despedirte de una pronta graduación. La luz, el Internet, el equipo electrónico y la vida en general: cuestan.
“Estar en casa y estudiar al mismo tiempo es una dicha enorme”, pensaba yo aquel marzo de 2020 cuando comenzó la pandemia del Covid-19 y los estudios se tornaron virtuales. Sin embargo, esa dicha ahora me pesa, conociendo la dinámica que día y noche experimento semestre tras semestre en estas cuatro paredes de mi cuarto. Esa dicha me vuelve a pesar cuando recuerdo que, más allá de mi realidad, no todes hemos podido llegar hasta aquí. El camino se torna cada vez más complicado, se obstaculiza.
¿Cuán sano, accesible, o sostenible será sobrellevar un semestre más en la distancia? Ciertamente, no lo sé. Para descubrirlo hace falta valor, valentía, consistencia, y la esperanza de que mañana será un mejor día que ayer. Por eso hoy abrí los ojos, miré por la ventana, me preparé una taza de café, y respiré hondo. Una vez más, preparando la espalda para sentarme otras cinco horas diarias frente a la pantalla de mi computadora. Esperando no quitarme en el proceso, porque muchas son las metas que se resguardan desde ahí. Con la mente hecha un mogollón, pero con el corazón como mochila.