Por: Joshua Garcia Aponte
Luego del desalojo forzoso e inhumano del viernes, 15 de junio, por parte de la administración de la Universidad de Puerto Rico (UPR) un grupo de estudiantes exresidentes junto a personas solidarias decidieron iniciar un campamento en el área verde de Torre del Norte con la intención de no solo visibilizar el desahucio de más de 375 gallitos y jerezanas, sino, también, la crisis de vivienda digna y accesible que enfrenta el país.
Durante los meses anteriores a la pérdida de vivienda las exresidentes se organizaron para exigir a la administración un proceso transparente de diálogo y negociación con el fin de encontrar soluciones viables tomando en cuenta las dos caras de la moneda: la crisis económica, pero más la problemática de techo digno y accesible para las que hoy no tienen dónde vivir.
En las, aproximadamente, cuatro reuniones que la administración sostuvo con el Concilio de Residentes de Torre del Norte las exresidentes presentaron propuestas para, además de mantener la Torre abierta, sumar ingresos que apoyaran a su mantenimiento. Por ejemplo, se abrió la oportunidad de convertir la residencia en una cooperativa de vivienda. De igual forma, se expuso la posibilidad de alquilar la azotea para antenas de compañías de telecomunicación.
La múltiples “justificaciones” para el cierre por parte del rector interino Luis A. Ferrao Delgado y la Decana de Estudiantes Gloria Díaz Urbina siempre fueron poco claras y sin fundamentos, ya que los diversos informes que presentaron para validar sus argumentos nunca mencionan la necesidad de cierre.
Además, en más de una ocasión cambiaron su versión. En un inicio el planteamiento fue la necesidad de remodelación por lo que las ahora desahuciadas propusieron que se realizara un proceso de mantenimiento por fases, pero la administración dijo que “no” a pesar de no contar con fondos asignados para las mejoras.
Posteriormente señalaron el asbesto, pero claramente los informes los desmintieron, dado a que la Torre del Norte, como la mayoría de los edificios construidos en Puerto Rico en las décadas del 1960 y del 1970, contiene asbesto, pero está encapsulado. El último señalamiento por parte de la administración fue la falta de presupuesto, no obstante, sus oídos fueron sordos ante las diversas propuestas de ingreso económico —presentadas por las exresidentes— antes mencionadas.
Otra de las propuestas que ofrecieron las exresidentes fue que se identificaran espacios de la UPR en desuso, como la antigua Residencia de la Facultad, en donde se pudieran reubicar, pero la respuesta de la administración continuó siendo “no”.
La proposición final por parte de las exresidentes fue que se les permitiera quedarse en la residencia por un plazo de seis meses o hasta que se localicen los fondos para las remodelaciones, pero a esto la administración también contestó que “no”, y ripostó diciendo que la residencia no es habitable. A propósito, cabe mencionar, que hasta la fecha la Torre cuenta con todos sus permisos de uso lo que contradice lo dicho por la administración.
Decir que no hubo propuestas ni disposición para negociar por parte de las exresidentes es un argumento totalmente incorrecto. En cambio, es imprescindible puntualizar que las continuas negativas de las administración denotan que sus intenciones nunca fueron encontrar opciones de vivienda digna para las más de 375 exresidentes de escasos recursos, y mucho menos mantener Torre del Norte abierta para las futuras generaciones empobrecidas que aspiran a estudiar y necesitarán un techo digno.
Todo lo contrario, las aspiraciones de la UPR se inclinan a vender la residencia —como mencionó Ferrao Delgado— y dejar sin oportunidad de educación a miles de jóvenes. Desde el punto de vista de la administración la calle parece ser el techo más habitable para las estudiantes empobrecidas.