Desde su apartamento en Yauco, Fabián Elías Torres Ruiz, de 20 años, sintió el primer temblor el 28 de diciembre por el movimiento de su cama. Estaba compartiendo con unas amistades, cuando empezó aquel sismo cuya magnitud le es difícil precisar con claridad. Han sido tantos los temblores, que las únicas magnitudes que puede recordar con seguridad son aquellas cuando los temblores fueron más intensos.
Ese día fue su primer susto, pero jamás pensó que esa nueva realidad seguiría vigente casi dos meses después y con la imposibilidad de recobrar la normalidad en algún sentido. Sin embargo, fue capaz de identificar que algo había cambiado, que había una nueva preocupación merodeando los ánimos de las comunidades sureñas.
El 6 de enero de 2020, tradicional Día de los Reyes Magos en la isla, el estudiante de Psicología Forense de la Universidad de Puerto Rico en Ponce había decidido quedarse con su abuela, María Fidela Saéz Saéz de 73 años, quien vive sola en la urbanización Colinas de Yauco, y padece de diabetes. La madre de joven, su hermana y su sobrina se habían quedado en el tercer piso del apartamento que comparten. A las 6:32 de la mañana, desde ambas localizaciones, sintieron el fuerte temblor de 5.8 según la escala Ritcher, y, desde entonces, sus vidas fueron marcadas por una nueva tensión.
Tras ese evento, todos decidieron quedarse en casa de María Fidela, pues no querían dejarla sola, mas consideraban más seguro estar en un primer piso que en un tercero.
En la madrugada del 7 de enero, se despertaron a gritos: Otra vez estaba temblando. Fabián, quien dormía con su abuela, escuchó la vajilla de la cocina caer al suelo y romperse, el estruendoso sonido del portón que parecía querer salirse de sitio, y los gritos del cuarto de al lado y los vecinos.
“Yo me tranqué. Simplemente no pude. No pude pararme de la cama. El primer pensamiento que tuve cuando abrí los ojos y empecé a gritar fue: ‘Aquí morí. Aquí morimos’”, relató el joven.
En medio de la oscuridad que aumentaba el desespero, su abuela sostuvo el brazo de su nieto en aquella cama que compartían, y así permanecieron hasta que el movimiento de tierra cesó. Fue entonces cuando fueron al cuarto la madre de Fabián, su hermana y su sobrina, quienes también gritaban del susto.
Al igual que miles de familias en todo Puerto Rico, la familia del joven salió de la casa, y, en la calle, encontraron el desconsolador escenario comunitario. Todos los vecinos estaban fuera de sus hogares en medio de la oscuridad provocada por el apagón masivo que dejó a toda la isla a oscuras. Allí se escuchaba el llanto de sus vecinos, y se sentía el terror que, aún semanas después, no los abandonaría: El miedo de que viniera otro temblor más fuerte.
Esa primera noche fue la más larga e intensa. Permanecieron afuera todo el tiempo, en la acera de la urbanización, sentados en sillas que sacaron de su casa, y de vez en cuando se resguardaban en los autos. Pensaban en posibles formas de reaccionar: Dónde debían refugiarse, qué debían hacer primero, a dónde debían moverse. Eran formas para calmar los nervios, pues profundamente sabían que no había certeza de cuál iba a ser su verdadera reacción si el temido momento llegaba.
Esa noche no durmieron nada, invadidos por la terrible ansiedad que sentían. Al igual que todo el mundo, estaban esperando algo mayor. Para Fabián, esa incertidumbre, sumada a la desinformación, eran la receta perfecta para el caos y el desconcierto de la comunidad. La salud emocional y física de su familia fue gravemente trastocada por estos eventos. Ya no tenían un sentido de estabilidad o seguridad.
“Donde uno dormía y se sentía seguro, ya no se puede sentir seguro […] En mi caso, que yo vivo en un tercer piso, pensamos, «¿Se caerá el balcón? ¿Las escaleras? ¿Nos dará tiempo bajar de un tercer piso en lo que ocurre uno similar al del 7 de enero, o uno de mayor magnitud?, recalcó el estudiante.
Las primeras noches después del sismo más fuerte, dormían sobre matres en la sala de la casa de su abuela con las puertas abiertas, por miedo a que, en caso de otro temblor, estas quedaran estancadas; en esa casa estuvieron sin luz por 5 días, mientras que en su apartamento no llegó hasta una semana después.
Aunque Fabián catalogó el evento como uno totalmente diferente al del huracán María, sí encuentra algunas similitudes en las necesidades vividas en los días posteriores a aquel fuerte sismo de las 4 de la mañana. Los primeros dos días después del temblor de 6.4, era complicado conseguir alimentos, pues todos los supermercados y negocios estaban cerrados.
La falta de energía eléctrica también les complicaba las cosas, y a la vez ambientaba la urbanización con el familiar estruendo de las plantas eléctricas de los vecinos.
Con el pasar de los días, los supermercados y colmados comenzaron a abrir, al menos por algunas horas. Sin embargo, lo que realmente sostenía las necesidades del pueblo sureño era el apoyo solidario de miles de personas alrededor de toda la isla que se movilizaron a los pueblos del sur a brindar suministros y ayuda.
“Siempre se vio el movimiento de mucha gente trayendo suministros. Se vio mucha cooperación”, comentó Fabián Torres.
La solidaridad que inundó la zona sur de la isla fue rápidamente sustituida por rabia e indignación a causa de los vagones llenos de suministros que fueron encontrados el 18 de enero en los almacenes de la Guancha en Ponce. Estos recursos datan de la emergencia de María en septiembre del 2017, cientos de cajas permanecían escondidas, mientras en los pueblos aledaños, las personas necesitaban recursos tan básicos como agua, sábanas, catres y mosquiteros.
Fabián recuerda esta noticia con mucho coraje, frustración, tristeza y enojo. “Uno tratando de hacer lo poquito que puede hacer, y esas cosas ahí, tan cerca”, expresó.
Fabián Torres Ruiz está muy consciente de que él y su familia fueron de los más afortunados en toda la emergencia. Ni su apartamento ni la casa de su abuela recibieron daños mayores, aunque sí se formaron grietas y tuvieron pérdidas internas tras los temblores. La casa de su abuela pasó una inspección de seguridad efectuada por el municipio, pero el edificio en donde está su apartamento aún no ha sido inspeccionado. Esto ha provocado mayor incertidumbre y desconfianza, lo cual los ha llevado a contemplar mudarse de hogar.
Sin embargo, mudarse implica otros gastos difíciles de costear. El aspecto económico ha sido una de las mayores preocupaciones de esta familia, quienes han formulado diversos presupuestos para alimento y gasolina para preservar su seguridad.
Entre sus posibilidades, consideraron irse a los Estados Unidos con familiares por al menos dos semanas, para despejarse de la crisis y calmar los terribles nervios. Sin embargo, el factor económico y el anuncio del rápido comienzo de clases detuvieron sus planes prematuros.
La Universidad de Puerto Rico en Ponce comenzó labores académicas el 21 de enero de 2020, en una coyuntura en la que aún había miles de personas refugiadas en el área sur. Muchos estudiantes de este recinto se encontraban fuera del país, tratando de huir de los constantes movimientos de tierra. Sin embargo, el inicio de clases no se hizo esperar, y dos semanas después de la reanudación de labores, ocurrió otro temblor de 5.3.
Torres Ruiz estaba en un salón de clases cuando sintió el sismo. Luego de ver la pobre respuesta de la comunidad universitaria ante este evento, decidió, al igual que muchos otros estudiantes del recinto, irse a su hogar para estar con su familia.
“No supieron bregar el plan de desalojo, fue un total desastre. No había comunicación, los profesores no sabían qué hacer, los estudiantes tampoco”, expresó el joven.
Bajo estas condiciones es que la población del sur ha sido forzosamente instituida en un falso sentido de “normalidad”. Con cientos de personas fuera del país, otro considerable número se encuentra viviendo con familiares o fuera de sus hogares primarios, pues estos han sufrido daños o no los consideran lo suficientemente seguros.
En el caso de Fabián y su familia, no han recuperado el sentido de tranquilidad o estabilidad que tenían antes del 28 de diciembre de 2019. Para él, la normalidad debe pensarse en colectivo y no de manera individual. Por tanto, ante la situación que aún atraviesan cientos de personas que se han quedado sin hogar y sin escuelas, el sentido de normalidad se ha convertido un espejismo que ha quedado muy lejos de ser la realidad.
GCP