Por: Ana Teresa Solá Riviere
El martes, 17 de marzo, a las 9:00 a. m. las calles estaban vacías con excepción de unos cuantos carros transitando de un lado a otro, evitando encontrar una patrulla con sirenas encendidas en el reflejo de su retrovisor. Desvelada desde las siete de la mañana, me dió con salir un rato después de tragar la taza de café con leche. Me puse los leggings, una gorra que era de Papi antes de un tumbe que hice, me puse las chancletas playeras, y por la puerta de la marquesina me fugué.
La farmacia que queda a cinco minutos de la casa, a sorpresa, no estaba repleto de caos ni filas simulando serpientes por los pasillos; la clientela regular del día a día entraba, buscaba los productos, pagaba y fuera de nuevo al estacionamiento para regresar a sus hogares. Entré al negocio, me tardé 20 minutos y gasté $22 entre jabón de cara, cinta adhesiva de doble cara y una caja de cuatro bombillas LED.
Crucé miradas con un teniente uniformado de azul marino y cielo, y procuré de no levantar sospecha. Me saludó con unos ‘buenos días’ el señor oficial, y le respondí con una sonrisa sencilla y un saludo afirmativo con la cabeza.
Llegué al carro con la bolsa de papel traza en mano, me monto, enciendo el motor y viro el trayecto hacia la casa vuelta jaula por el tercer día corrido. Se escucha por la casa el ruido de los trastes y agua corriendo del grifo, mi hermana desde una esquina de casa riéndose por algún TikTok y mi abuela hablando en Créole con su enfermera para no revelar el bochinche imaginario, proveído por la creatividad de su Alzheimer’s. A las cinco de la tarde, a cambio de un gallo, está la Pitbull del vecino anunciando el acercamiento del toque de queda para toda la Calle Ponce. Ya desde las nueve de la noche, el silencio de la carretera abre espacio para los coquíes canten buenas noches.
Ya hoy, día seis de la cuarentena, los días se derriten y poco a poco, se pierde la noción del tiempo, reduciendo el calendario a palitos marcando el paso de cada 24 horas. El mundo jaló la palanca de emergencia y detuvo toda producción capitalista, hundiendo el precio de la gasolina y dejando caer precios de boletos de aerolíneas, tentando a cualquiera comprar una salida sin regreso a $50. Todos sufren estando enclaustrados: tanto como los extrovertidos como los introvertidos. Impidiendo el contacto social y la libertad de salir por tiempo prolongado agobia al extrovertido, no poder pisar arena cuando plazca o rallar la pista de la disco con sus panas cuando brillen las estrellas. El introvertido pudo haber disfrutado esos primeros dos días de “casa, dulce casa”, pero cada vez más se vuelve más profundo el vaso de pensamientos inconscientes, siendo más difícil de salir a la superficie y hablar con alguien más.
No vale la pena comparar esto con el paso de los meses después de María, aquello fue aislamiento total. Ahora, tocando madera, por lo menos tenemos luz y señal. Pero, el claustro se siente igual de pesado, igual de agobiante; no se puede perder la voluntad a seguir. Apague los aparatos electrónicos, y coge un libro, pinta o escribe. Levántese de la cama, arregla las sábanas y salga del cuarto, coga vitamina D desde la terraza o la ventana. Planifica tus meriendas y comidas, o coge un momento de la tarde para mover el esqueleto. Volvamos a ser niños pasando los veranos en casa buscando cosas que hacer, cosas que romper y luego arreglar.
ARAB